DE PADRES A HIJOS

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Los primeros y principales educadores son los padres, no sólo a través de la palabra, sino de los modelos de relación que se ofrecen al niño, de la coherencia entre lo que se dice y lo que se muestra.

En todas estas actividades siempre hay un modelo cerca­no del cual tomar las informaciones necesarias. Así se va creciendo y aprendiendo, por imitación e identificaciones, por comparación, por todas las aceptaciones y todos los rechazos. En relación con la sexualidad, el aprendizaje resulta mu­cho más confuso que, por ejemplo, aquel vinculado a apren­der a caminar o a comer. Siempre habrá en una familia una mano cálida dispuesta a ayudar al niño que comienza a desplazarse sobre sus piernas o a sostenerlo cuando tropieza, Pero esa misma mano adulta puede interrumpir enérgica­mente el placer de un niño o una niña que explora sus ge­nitales. Es obvio que la actitud cultural es diferente con respecto a una función corporal que a otra. Vale la pena preguntarse qué hace que la reacción sea diferente, ya se trate del movimiento sincronizado de las piernas (caminar) o de la exploración y manifestación de la sexualidad. La única respuesta disponible es: la cultura. A través de los siglos existieron actitudes diferentes en cuanto a la información que recibían los niños y los adolescen­tes acerca de la sexualidad de los adultos, En el mundo americano precolombino, los incas dispo­nían de un sinnúmero de pequeñas estatuas llamados huacos, que muestran a hombres y mujeres en relación sexual Se supone que uno de los propósitos de estos huacos era educativo. En las ceremonias de iniciación o rituales de pasaje, ex­tendidos por todo el mundo, durante los cuales el púber pa­sa a pertenecer a un mundo adulto, una parte importante consiste en la revelación de ciertos secretos sexuales, a cargo de los hombres adultos de la tribu. Simultáneamente, a las niñas se las entrena a través de danzas rituales que, en los movimientos, semejan la relación sexual. Pero no es éste el lugar para extendernos sobre los ritos, sino sobre los modelos de aprendizaje que ofrecen los adul­tos y que han oscilado entre la exhibición abierta de la sexualidad hasta el ocultamiento extremo del cuerpo y de sus posibilidades, para encerrarlo en una sexualidad de re­producción.
Entre estos límites existen modos de transmitir la infor­mación relacionada con el cuerpo y el sexo que faciliten el conocimiento y que permitan la libertad de elección. Mu­chas veces hemos escuchado la frase: "A mí no me dieron ninguna educación sexual". Esta aseveración dista enorme­mente de ser cierta, ya que siempre se imparte algún tipo de educación, aunque ésta sea a través del silencio. Son los pa­dres los depositarios de la responsabilidad de ofrecer modelos de actitudes. Son ellos los que deben asumir la tarea, junto con los educadores y docentes, porque sino corren el riesgo de aparecer nada más que como censores. Así su tarea principal consiste en transmitir que la relación sexual es un acto de comunicación y amor, jamás un imperativo, porque nadie es mejor o más completo por haber efectuado un coito.
Un simple acto mecánico, desprovisto de afecto, es una iniciación forzada, que a veces ni siquiera resulta útil como entrenamiento adecuado. En nuestros talleres de educación sexual para adolescen­tes nos han preguntado repetidamente: ¿cuándo se está pre­parado para tener una relación sexual? Y la respuesta que damos es siempre la misma: no existe una edad ideal o precisa, depende de la madurez personal, del deseo, de la confianza en sí mismo y en el otro. En este sentido, la educación sexual ofrece un marco de garantías para saber el cómo y el cuándo. La base en que se inspira es la transmisión, más que de detallados conocimientos anatómico-fisiológicos, de la necesidad de responsabilidad, consi­deración y respeto hacia el compañero o compañera sexual. Y estos elementos incluyen el cuidado para evitar embara­zos indeseados que suelen culminar en uniones apresuradas o interrupciones traumáticas de la gestación. De la confianza, el conocimiento y la libertad mutuas na­cerá una experiencia sexual rica y plena, que deberá ser re­corrida como quien asciende una montaña, con tiempo y cuidados, porque a medida que se asciende se notarán sensa­ciones y percepciones diferentes.





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